El teléfono comenzó a sonar, y unos minutos después estaba manejando hacia el café Versailles, centro de reunión del exilio en Miami.
Por: Grethel Delgado
La noticia hizo que mi teléfono me sacara de la cama. Estaba viendo una de mis películas favoritas, “La lista de Schindler”, cinta sobre el Holocausto.
Recuerdo que hice un comentario, en la escena de los desalojos masivos: “pensar que en Cuba muchos tuvieron que salir huyendo de sus casas, dejando todo, cuando en los años sesenta fueron casi obligados a abandonar la isla, con apenas una maleta”. Las casas, con la ropa en los clósets y las camas sin hacer, como si fueran a regresar, fueron entregadas a los rebeldes que bajaron de las montañas tras la lucha guerrillera, o convertidas en centros estatales.
La comparación no es justa, pero no pude evitar hacer la conexión con mis referentes históricos.
La noche más larga
Apenas unos minutos después, ya estaba en el carro por toda la calle 8 de Miami, de camino al Restaurante Versailles. Unas manzanas antes, la policía había cerrado las calles de acceso por la afluencia de personas que se acercaban, entre las bocinas de los carros, las trompetas e instrumentos caseros que improvisaron en tan poco tiempo. Estaban reportando canales locales y, por supuesto, muchos hacían Facebook Live y llamaban a sus familiares cubanos por videollamada para compartir la noticia.
Recuerdo cuando llamé a mis padres. Ya se habían ido a dormir, y les comenté lo sucedido evitando decir el nombre, aquel nombre que pudiera activar cualquier alarma en las intercepciones de la llamada (así se habla en Cuba, en código, con miedo). “Se murió el viejo”, les dije, y hubo un silencio del otro lado.
Es impresionante cómo se ha tomado la noticia. Estuve grabando en el Versailles cerca de dos horas, hasta quedar sin batería. Cuando preguntaba a las personas cómo se sentían (pregunta evidente, lo sé, pero necesaria), no podían creer la noticia.
Una mujer había doblado un cucharón de sopa de tantas veces que había golpeado su cazuela, mientras repetía “está muerto, está muerto”. No reía, tampoco lloraba. En su rostro había una especie de mueca, como de ensoñación terrible, mientras se confundía en el mar de gente que cantaba el himno cubano e improvisaba carteles en trozos de tela o toallas.
Los comentarios estaban, por supuesto, llenos de rencor. Esperaron esto por mucho tiempo. Se veían no solo banderas cubanas, sino de muchos países latinoamericanos solidarizados con Cuba.
Muchos estaban durmiendo y llegaron al lugar en pijamas pero con muchas cazuelas y metales. Otros estaban de fiesta y en discotecas y salieron de los centros nocturnos, los cuales tuvieron que cerrar porque todos se fueron a celebrar. Celebrar es una palabra rara, pero la mayoría de los cubanos así lo hace.
No deseaban tanto la muerte de una persona como la simbólica caída de un muro infranqueable de dolor y separaciones.
En medio de la algarabía comenzó a llover y aun así continuaron tocando cazuelas y tambores que se incorporaban. Fue impresionante cómo todos estaban aún sin creerlo y repetían lo que había pasado para percatarse de que era cierto. Fueron demasiados años, demasiados muertos en el estrecho de la Florida, perdidos en las fronteras o perdidos en la propia isla sin libertades.
En Cuba, según me dijeron, salieron personas por Centro Habana (zona de protestas usuales de las damas de blanco) igualmente con cazuelas. Pero fueron controlados porque la policía está en las calles, y muchos de los oficiales visten de civil para confundirse entre la gente.
Los sueños rotos
El gobierno de Castro desintegró un sistema de vida que no tenía qué envidiarle al Estados Unidos de los años cincuenta. Aún mi padre recuerda con nostalgia esos años de su infancia, los únicos donde confiesa haber sido feliz.
A partir de 1959, los cubanos vivieron muchas etapas de sufrimiento y falta de libertades. No lo viví, pero mis abuelos sí, y mis padres lo recuerdan, pues marcó su infancia. A causa del éxodo masivo, no pude conocer a mis bisabuelos. Y de mis tíos abuelos de California solo recordaba el “olor a extranjero” de las cartas que enviaban.
A mi tío abuelo lo conocí el año pasado cuando vine a los Estados Unidos. Prometió que no regresaría a la isla si Castro, su contemporáneo, permanecía con vida. No pudo cumplir su sueño. Falleció el 9 de agosto de 2016. Se fue esperando un cambio, como otros que anhelaban sobrevivir a aquella terrible leyenda política que sobrepasó las predicciones de tantos especialistas.
Tengo amigos que vinieron a Estados Unidos por el puerto del Mariel, luego de ser golpeados y tratados como la escoria que no eran.
Y más cerca está la historia de mi abuelo que entregó su vida, literalmente, a la Revolución. Dejó sus pertenencias en manos del naciente gobierno, orgulloso de contribuir con tan histórico proceso. Entregó al Estado su penthouse, su casa en la playa Varadero, su yate, e iba en transporte público a trabajar como periodista y locutor en la CMQ y en la joven televisión cubana.
Tenía sueños, y pensó que el mejor pasto para hacerlos florecer era la Revolución. Pero terminó trabajando en un puesto de venta de cerveza al por mayor, arrepentido y enfermo.
Todo esto solo lo siente un cubano, y más un cubano de la generación que vivió el dolor de que los llamaran gusanos, y les lanzaran huevos a sus casas. Esos que se vieron obligados a irse junto a los criminales que el gobierno aprovechó para meter en las embarcaciones y en la embajada del Perú.
El perfil griego
Castro era un personaje impresionante. Lo vi en persona una vez y era como un dios. Se le odiaba respetuosamente. Se le ofendía en casa a media voz por temor a ser escuchados, y luego había que mentir y aplaudir en sus discursos por miedo a perder la carrera universitaria o el puesto de trabajo.
Murió una leyenda, y parte de la incredulidad se debe a que lo veían como inmortal. Pero no lo era. Nadie lo es. Sin embargo la historia tiene el poder de santificar o crucificar, de borrar o hacer indeleble un capítulo. Y Castro es más que un capítulo en los libros escolares.
Estaba en todas partes, omnipresente y también omnipotente. En nuestras libretas escolares su perfil griego decoraba las portadas. En las puertas de las casas había carteles con su nombre y rostro. Se decía “esta casa es de Fidel”, “esta calle es de Fidel”, y era cierto, Cuba era de Fidel. Pero a la fuerza, con mordazas y sangre.
Nacido bajo el signo de Leo, en la tierra de Santiago de Cuba, poderoso centro de energías guerreras y de Orishas, Fidel convirtió a la isla en su utopía, e hizo que muchos lo creyeran, y entregaran hasta su alma a esa causa.
En uno de sus discursos más reconocidos, parte de su alegato de autodefensa en 1953, cuando se encontraba preso en Isla de Pinos (actualmente la Isla de la Juventud), dijo algo que es archiconocido en las clases de Historia en Cuba. “Condenadme, no importa, la historia me absolverá”. Más allá de los desafíos a la muerte, y de haber logrado mantener a un pueblo con mordazas por más de 50 años, ¿la historia será capaz de perdonarlo?
La respuesta está en los cubanos que vivieron esta interminable pesadilla y anoche ni siquiera podían entenderlo. Yo, cubana, de la generación que nació con miedo y repitiendo consignas, no podía creerlo.
No, no ha terminado la dictadura, ni se recuperó de la noche a la mañana la democracia en Cuba. Se necesitarán muchos años para restaurar los valores cívicos de un pueblo que se devora a sí mismo, de una economía que se ahoga en un vaso de agua, y de un sistema político que ya ha perdido la línea “revolucionaria” por el hecho de permanecer estancada.
Pero a nivel simbólico, se apagó la voz que aparecía en todos lados recordándonos nuestra falta de libertad.
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